Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 11 junio 2007

I lectura: Hch 11,21-26;13,1-3; Salmo 97; Evangelio Mt 10,7-13

He decidido celebrar cada año el aniversario del gran milagro ocurrido el 11 de junio del 2000, en la fiesta de Pentecostés. Está bien que este gran milagro, ocurrido en mis manos en la presencia de cerca de doscientas personas, en una de las fiestas litúrgicas más importantes de la Iglesia, sea recordado para siempre en el día de Pentecostés, aunque nosotros ya no estemos.

Hoy, 11 de junio, no podíamos dejar de recordarlo de nuevo.

¿Quién entre vosotros podrá olvidar nunca lo que ocurrió aquel día, lo que vuestros ojos vieron y vuestra nariz percibió? Recordaréis aquella sangre viva, palpitante, que se había extendido sobre casi toda la hostia después de la fórmula de la consagración del pan y, a pesar de que estuviese mojada, permanecía íntegra. Recordaréis aquel perfume particular, que vosotros ciertamente habéis sentido otras veces, pero que de todos modos debe haber ejercido en vosotros una emoción particular durante todo el día y que recordaréis como uno entre los más hermosos de vuestra vida.

Eso que ocurrió es indeleble en mi mente porque, además de eso que vivisteis también vosotros, el Señor me dio la posibilidad, la gracia de saborear la dulzura de Su Sangre; os puedo garantizar que tiene un sabor y una dulzura indescriptibles, es algo celestial, ¡es la Sangre de Jesús!

La sangre ordinariamente hace impresión y alguno a la vista de ella está mal o incluso se desmaya, pero ante la Sangre de Jesús, y vosotros lo habéis visto más veces, todo esto no ha ocurrido. Algunos de vosotros, incluso cuando ven pocas gotas de sangre salir de su dedo, están mal; contrariamente, cuando vieron derramarse la sangre de la Eucaristía acabada de consagrar o la de la Eucaristía traída por Jesús y por la Virgen sustraída a la profanación, no han sentido ni miedo ni incomodidad, sino una gran alegría. Habéis experimentado alegría y casi queríais quedaros permanentemente allí delante.

Vosotros habéis vivido en pequeño la experiencia de Pedro, Santiago y Juan en el momento de la transfiguración de Jesús, cuando Pedro dijo: “Señor, hagamos tres tiendas” (Lc 9,33), o bien: “Yo de aquí ya no me muevo, me quedo en esta contemplación continua”, justo porque deseaba continuar gustando, admirando el maravilloso espectáculo de la transfiguración de Jesús. También vosotros habéis tenido la alegría de contemplar varias veces estos acontecimientos, que no solo han emocionado el corazón, sino que también han regenerado el alma y la han impulsado a dar pasos cada vez más decisivos hacia Cristo.

A pesar de que los hombres a menudo se alejan de Cristo, Él continúa gritando: ”¡Tengo sed de almas, quiero almas!”.

Han pasado siete años desde que ocurrió el gran milagro eucarístico. Sabéis que en la Biblia el número siete tiene significados particulares, está entre los números importantes, como por ejemplo el tres. Hoy celebramos el séptimo aniversario y nos preguntamos: “¿Qué ha sido de aquella obra de Dios, de aquella intervención de Dios?”. Cuando Dios interviene, lo hace para los hombres, al que pide siempre el consentimiento, no se pone como un dictador o un tirano que impone, sino como un padre que propone. Siendo una obra de Dios, como nos lo ha dicho tantas veces la Madre de la Eucaristía, ha producido un gran bien y muchas conversiones en el interior de la Iglesia. Esto ha ocurrido en las almas sencillas, que no son solo los niños o las personas analfabetas, sino que son también las almas consagradas, los sacerdotes y los obispos, porque la sencillez no indica un momento de la vida, sino una condición del alma. Los sencillos son los que comprenden más a Dios, porque no razonan según las categorías humanas, sino según la lógica de Dios. No hemos visto mucho en nuestra ciudad, pero hemos visto algo fuera de Roma.

Recordad que la responsabilidad humana es algo tremendo y terrible.

Dios nos ha puesto en las manos la libertad, porque ha querido que fuésemos libres y pudiésemos decidir para el bien pero, por desgracia, escogemos también el mal y esto ocurre muchas veces. Lo que está escrito en Juan: “Vino entre los suyos, pero los suyos no le recibieron”(Jn 1,11), dolorosamente vale de manera particular para nuestra ciudad. La responsabilidad, o mejor, la culpa, es de los que no son sencillos y también los jóvenes pueden no serlo.

¿Veis como las categorías mentales se ponen patas arriba? Los sacerdotes, los obispos, los intelectuales, los que están satisfechos con su cultura pueden no ser sencillos y, por lo tanto, la aceptación de la intervención de Dios es discriminatoria. El humilde y el sencillo acepta a Dios, va hacia Él, mientras el orgulloso va hacia sí mismo y su satisfacción, se pone a sí mismo donde, sin embargo, debería reinar Dios: todo esto comporta responsabilidades enormes, brechas aterradoras. No solo los pastores mercenarios se alejan de Dios, sino que también las almas que se les confían son arrastradas detrás de ellos. Os invito a levantar la mirada y a extenderla al mundo entero, así veréis cambios maravillosos. En los lugares donde la acción humana, a través de los misioneros, se ha manifestado también de manera modesta y sencilla, se han desarrollado fuegos de amor, de fe y de aceptación del Evangelio. Como dijo la Madre de la Eucaristía, el mérito no es del misionero, sino de la acción de Dios aceptada por almas humildes y sencillas. La Eucaristía ha sido acogida y amada; diversas personas no pertenecientes al cristianismo han abierto de par en par el corazón a Jesús Eucaristía para llegar a la verdadera fe, a la verdadera Iglesia y al único Dios. Todo eso ha ocurrido gracias a la intervención de Dios, que en estos años no ha actuado por casualidad o por hábito, sino con un propósito muy específico: la redención y la conversión de las almas. También la Madre de la Eucaristía es amada en todas partes del mundo y es invocada además por personas que no forman parte de la religión cristiana: musulmanes, budistas, hindúes.

Por lo tanto, si la Iglesia hoy es más numerosa y está viviendo una fase inicial de renacimiento y de limpieza, lo debemos a la sangre de Cristo derramada cada vez místicamente, pero realmente en la Eucaristía y, por su intervención, derramada también de manera milagrosa y visible para los hombres. Aquel día, 11 de junio de 2000, tiene que ser transmitido, tiene que formar parte de la memoria del cristianismo y en esto tenéis que ser responsables y testigos.

Ahora os confío una tarea que parece sencilla, pero que es muy importante. Hoy llevo la misma casulla del 11 de junio de 2000 y me gusta especialmente, porque recuerda ese gran milagro eucarístico. Mientras viva la llevaré solo yo y cuando Dios me llame para hacerle un poco de compañía allí arriba, entonces esta casulla tendrá que ser quitada del uso litúrgico y conservada en un ambiente donde las personas puedan verla y recordar lo ocurrido. Confío esta tarea de manera partícular a los más jóvenes, así como también a preservar todo lo que ha ocurrido aquí.

Hoy, hemos hecho la adoración eucarística ante la Eucaristía que ha derramada sangre y que también vosotros habéis visto. Aquí conservamos cinco hostias bañadas de la sangre de Jesús, junto a una sexta hostia que es fruto de otro milagro eucarístico. Estas hostias son cinco como los continentes, por tanto estaba pensando que cada una de estas tendrá que estar en un continente: una en Europa, una en Asia, una en África, una en Australia y una en las Américas; cada una tendrá que ser llevada de una nación a otra, pero debe permanecer dentro del mismo continente. Estamos ya organizando un poquito el futuro y también esto es confiado a quien vendrá después de mí y de vosotros, porque el recuerdo de la acción y del amor de Dios debemos de pasarlo de generación en generación para bendecir a Dios, para alabarlo por sus intervenciones y adecuar nuestra vida a las indicaciones que están en el Evangelio.

Amemos a Jesús Eucaristía, hagámoslo amar, difundamos el testimonio de este amor y os lo ruego, donde quiera que vayáis, incluso de vacaciones, si os dais cuenta de que Jesús en sus iglesias es poco respetado o no es objeto suficiente de un culto adecuado, debéis ir y protestar con aquellos que deberían ocuparse del culto, diciéndoles que están faltando el respeto a Dios. Sed apóstoles de la Eucaristía y Jesús os abrirá de par en par la puerta cuando recibáis el telegrama donde está escrito: “Ven, hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Sea alabado Jesucristo.