Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 3 junio 2007

I lectura: Pr 8,22-31; Salmo 8; II lectura Rm 5,1-5; Evangelio Jn 16,12-15

Demos la bienvenida a la hermana lluvia, como la hubiese llamado San Francisco, aunque haga un poco de ruido. Hoy, fiesta de la Santísima Trinidad, os invito a no buscar especulaciones teológicas y a no hacer preguntas que no sabemos cómo responder, sino a sumergir la mirada en el misterio trinitario, para gustarlo y contemplarlo con espíritu de fe, de amor y de total abandono a Dios.

Por su naturaleza, el misterio trinitario, es incomprensible: el hombre es demasiado limitado respecto a Dios para comprender la vida o la existencia. Por tanto pongámonos delante de Dios, Uno y Trino para adorarlo, contemplarlo y rezarle. Os pido que solo hagáis esto.

Dios es un padre y Él mismo nos ha invitado y enseñado, cuando nos dirigimos a él, a subrayar Su paternidad con el apelativo de Papá; es un término afectuoso, que acerca mucho más que el sustantivo de Padre, en el que están contenidos reverencia, respecto y alejamiento. El término “Papá” en cambio, hace resplandecer la relación filial, hace entender la cercanía de Dios al Hombre, el deseo de Dios de entrar a formar parte de la vida de cada uno de sus hijos.

Dios se ha revelado de muchas maneras y Pablo nos enseña: “Después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quién ha constituido heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo” (Hb 1,1-2).

Dios es un Papá y desea que vayamos hacia Él comprendiendo, todo lo que sea posible, el misterio, para gustarlo y vivirlo. Es el máximo protagonista de la historia de la Iglesia y ha intervenido justamente para que sus hijos comprendiesen mejor esta realidad.

Recordemos que Juan, en el prólogo de su Evangelio, afirma: “A Dios no lo ha visto nadie jamás; el Hijo Único que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Con esta expresión se quiere poner de manifiesto que el hombre, mientras viva en el Tierra no puede ver a Dios de ninguna manera, así Él se manifiesta a través de las mediaciones. De hecho, en el Antiguo Testamento el Espíritu Santo se manifestó bajo la forma de una zarza ardiente, de una nube o de una paloma. Dios ha continuado manifestándose en el Nuevo Testamento y a Marisa Dios Papá se le ha manifestado a través de una flor o una estrella.

Cuando, en cambio, la Santísima Trinidad, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo se ha manifestado a Marisa, se ha revelado bajo la forma de la persona de Cristo. Hoy, durante la aparición, habéis escuchado a la Madre de la Eucaristía que hablaba de los tres Jesús y quien frecuenta este lugar desde hace poco tiempo, probablemente, se habrá preguntado qué significa tal expresión. La primera vez en la que asistí a una manifestación de la Santísima Trinidad, escuché atentamente la descripción de Marisa. Primeramente apareció una persona divina bajo la semejanza de Jesús y Marisa tuvo la intuición de que era Dios Padre; inmediatamente después del Padre, salió un segundo Jesús, igual al primero, pero distinto porque tenía los estigmas. Esta es una manera de hacer entender la igualdad y la diversidad al mismo tiempo. Finalmente, salió otro Jesús, Dios Espíritu Santo que tenía el aspecto de Jesús pero una paloma en la mano para indicar tanto la igualdad con el Padre y con el Hijo, como también la respectiva distinción.

Más allá de esto el hombre no puede percibir o comprender, pero debemos vivir este misterio y estamos llamados a tener una relación con la Primera Persona, la Segunda Persona y la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.

A lo largo de los siglos, se ha transmitido una concepción de Dios, desafortunadamente todavía común, como un ser distante, separado de nosotros, a veces severo e incluso inflexible. Sin embargo en este lugar taumatúrgico Dios se ha manifestado con una paternidad tan emocionante y conmovedora, que implica y supera infinitamente a la de todos los hombres en toda la historia humana. Dios quiere que nosotros vivamos la relación con él no en el temor o en el terror, sino con un amor que tiene que ser confidencial, libre, de tal modo que dirigiéndonos a Dios Papá seamos nosotros mismos y digamos auténticamente lo que tenemos en el corazón y en el alma manifestándolos con aquella libertad de la que gozan los hijos y no los siervos.

Con la segunda persona ¿qué relación podemos tener? Podemos invocar a Jesús: Dios Hermano, porque, aunque es Dios, tiene en común con nosotros el ser hijo de Dios. Jesús tiene la naturaleza divina, es omnipotente y tiene todos los atributos de la divinidad, pero tiene en común con nosotros la relación de filiación con respecto a Dios Padre. Él es Su hijo según naturaleza, pero igual al Padre y, por lo tanto, sigue siendo Dios, ante el cual toda rodilla debe doblarse. Pero Él, por libre elección, nos ha elevado a la dignidad de hijos, como nos recuerda Juan, por lo cual somos realmente hijos de Dios y, por lo tanto, hijos del Padre y hermanos de Cristo. Así pues tenemos con Jesús una relación por la que vemos en Él al primogénito, el hermano mayor que nos ayuda, nos sostiene, nos aleja del mal y nos sumerge en la luz y en la acción conductora y santificadora del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el huésped de nuestra alma, es el amigo, es el esposo de nuestra alma, es el que nos da los dones por los cuales podemos aumentar progresivamente la semejanza con Dios. Esta semejanza empieza en el momento del bautismo y se perfecciona, aumente y progresa a medida que recibimos los otros sacramentos. En nosotros crece el esplender y la presencia de la gracia santificante. Cuanta más gracia guardemos en nuestra alma, más dones de Dios tenemos y el Padre ve reflejado en nosotros el rostro de su Hijo y nos ama con un amor único, irrepetible y distinto en cada hombre.

Dios no nos ama de un modo genérico, de un modo universal, sino de manera personal. El Señor conoce a cada hombre y, Su pensamiento, Su acción, Su poder, coexisten simultáneamente para cada uno de sus hijos y no hace diferencias. Dios ama a cada hombre de manera personal y diferente. Él ama plenamente a cada uno de nosotros, se relaciona y satisface nuestras necesidades, nuestras carencias, las diversidades de cada hombre y de cada ser.

Eh ahí porque hoy, con ocasión de la fiesta de la Santísima Trinidad, os invito a tener una actitud de contemplación, como hizo la Madre de la Eucaristía hace más de diez años, cuando se manifestó la Santísima Trinidad. Ella dijo: “Hijitos yo no vendré durante algunos días, porque deseo que no os alejéis de la contemplación del misterio de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo”. La Virgen, la Madre de Dios dio un paso atrás, para que nos sumergiéramos en el misterio de la relación trinitaria y de tal modo que nada ni nadie, ni siquiera Ella misma, nos distrajese o fuese siquiera de mínimo obstáculo a nuestro camino hacia Dios. Eh ahí la función materna de María, Ella no reclama nunca la atención sobre sí misma, sino que lleva de la mano a cada hijo hacia Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

Invoquemos a Dios Papá, Dios Hermano, Dios Amigo y Esposo de nuestra alma. El Señor no es un extraño en nuestra vida, sino que somos nosotros los hombres, los que, por desgracia, nos alejamos de Él. Aún no hemos comprendido suficientemente que cuanto más fuerte es la relación con Dios, está más preparado, fuerte y vinculante la relación con las personas de nuestra familia, del círculo de parientes, del grupo de los amigos y conocidos. Si queremos dar estabilidad, unidad, solidaridad a nuestra familia tenemos que aumentar cada vez más nuestra unión con Dios, así se podrán reducir incomprensiones, conflictos y luchas, y aumentar la alegría de estar juntos.

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen necesidad de nosotros, porque han estado solos desde la eternidad, pero nosotros no somos capaces de comprender esta realidad. La creación de los ángeles, del hombre, de las realidades naturales tiene un inicio, mientras que Dios siempre ha estado. No podemos pensar en una eternidad que solo estén el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se nos escapa, y, de hecho, nos resulta difícil mantener el pensamiento en ello, pero el amor de Dios es tan incontenible y poderoso que Él quería expandirlo desde sí mismo a los demás creando a los ángeles y al hombre. Como Dios es amor, tiene necesidad de amar, por tanto ha querido ir más allá de la realidad divina hasta llegar a crear al hombre. De este modo Dios ha querido expandir Su amor incontenible de manera poderosa y maravillosa incluso fuera de sí mismo, derramándolo a los demás seres.

Encontramos a Dios, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en la celebración eucarística y pasamos de un misterio trinitario a un misterio eucarístico. En la Eucaristía están presentes no solo Cristo, sino también el Padre y el Espíritu Santo, porque donde está el Hijo están también el Padre y el Espíritu Santo. En el momento de la comunión, cada uno de nosotros se vuelve sagrario viviente y además durante aquellos minutos, en los que la especie eucarística está presente en nosotros, tenemos dentro al Paraíso. El que hace la comunión y recibe a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo tendría que ser objeto de reverencia y de respeto por parte de los demás que no la reciben, porque en aquel momento tiene dentro de sí al Paraíso. El Paraíso no solo es un lugar sino que es una condición: es estar delante de Dios, en Su presencia; por tanto cuando recibimos la Eucaristía, tenemos la anticipación del Paraíso en nosotros, es decir vivimos anticipadamente lo que viviremos en el Paraíso. Cuando estemos en el Paraíso gozaremos de la visión beatífica de Dios, en cambio en el Tierra nos limitamos a gozar de Su presencia real en el Eucaristía. Por este motivo sufrimos, Dios y la Virgen sufren cuando el hombre recibe la Eucaristía indignamente y en pecado y, peor todavía, cuando la Eucaristía es objeto de desprecio, de falta de respeto y es ofendida de tantos modos. Todo esto es diabólico, pero nosotros estamos llamados a reparar el mal y a vivir en un bien total, completo y todo a gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.