Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 2 marzo 2008

I lectura: 1 Sam 16,1.4.6-7.10-13; Salmo22; II lectura: Ef 5,8-14; Evangelio: Jn 9,1-41.

IV Domingo de Cuaresma

De camino, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?». Jesús respondió: «Ni éste ni sus padres. Nació ciego para que resplandezca en él el poder de Dios. Debemos hacer las obras del que me envió mientras es de día. Cuando viene la noche nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Dicho esto, escupió en tierra e hizo lodo con la saliva, le untó con ello los ojos y le dijo: «Ve a lavarte en la piscina de Siloé» (que significa enviado). Fue, se lavó y volvió con vista. Entonces los vecinos y los que solían verlo pidiendo limosna decían: «¿No es éste el que se sentaba a pedir?». Unos decían: «Es éste». Y otros: «No, es uno que se le parece». Pero él decía: «Soy yo». Y le preguntaban: «Pues, ¿cómo se te han abierto los ojos?». Él contestó: «Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó con ello los ojos y me dijo: Ve a lavarte a Siloé. Fui, me lavé y vi». Y le preguntaron: «¿Dónde está ése?». Contestó: «No lo sé». Llevaron a los fariseos al que antes había sido ciego, pues era sábado el día en que Jesús había hecho lodo y abierto sus ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había obtenido la vista. Él les dijo: «Me puso lodo en los ojos, me lavé y veo». Algunos fariseos dijeron: «Ése no puede ser un hombre de Dios, pues no guarda el sábado». Otros decían: «¿Cómo puede hacer tales milagros un hombre pecador?». Estaban divididos. Preguntaron de nuevo al ciego: «A ti te ha abierto los ojos: ¿qué piensas de él?». Él contestó: «Que es un profeta». Los judíos no podían creer que hubiera sido ciego y ahora viese, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es éste vuestro hijo, del que decís que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?». Los padres contestaron: «Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego. Cómo ve ahora, no lo sabemos; ignoramos quién abrió sus ojos. Preguntádselo a él; ya es mayor y os puede responder». Sus padres hablaron así por miedo a los judíos, que habían decidido expulsar de la sinagoga al que reconociera que Jesús era el mesías. Por eso los padres dijeron: «Ya es mayor y os puede responder; preguntádselo a él». Llamaron otra vez al que había sido ciego, y le dijeron: «Di la verdad ante Dios; nosotros sabemos que este hombre es pecador». Él respondió: «No sé si es pecador o no; sólo sé que yo era ciego y ahora veo». Le preguntaron: «¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?». Respondió: «Ya os lo he dicho y no me habéis hecho caso. ¿Por qué queréis oírlo otra vez? ¿Queréis también vosotros haceros sus discípulos?». Ellos le insultaron diciendo: «Tú eres su discípulo; nosotros lo somos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios. Pero de éste no sabemos ni de dónde es». Él les contestó: «Es curioso: Vosotros no sabéis ni de dónde es, y él me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que le es fiel y hace su voluntad. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si él no fuera de Dios, no podría hacer nada». Le respondieron: «Todo tú eres pecado desde que naciste, y ¿nos enseñas a nosotros?». Y lo expulsaron de la sinagoga. Jesús oyó que lo habían expulsado; fue a buscarlo y le dijo: «¿Tú crees en el hijo del Hombre?». Él le respondió: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Lo estás viendo; es el que habla contigo». Respondió: «Creo, Señor». Y se puso de rodillas ante él. Jesús dijo: «Yo he venido a este mundo para que los que no ven vean, y los que ven se queden ciegos». Al oír esto, algunos fariseos que estaban con él le preguntaron: «¿Somos también nosotros ciegos?». Jesús les dijo: «Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como decís que veis, seguís en pecado».

No es fácil explicar, en pocos minutos, el fragmento del Evangelio que acabamos de leer, porque es tan rico, fuerte y fértil que sugiere numerosos puntos de reflexión y meditación. Es un fragmento muy hermoso y maravilloso que representa el encuentro de la humanidad con la divinidad, el encuentro del hombre con Cristo y la reacción de los hombres ante este acontecimiento. En esta página de Juan yo veo, y creo que lo habéis visto también vosotros, una semejanza impresionante con nuestra situación y nuestra historia. Cambian los protagonistas, los tiempos son diferentes, pero si el hombre no está unido a Dios sigue manteniendo siempre la misma actitud negativa de las obras de Dios y de Dios mismo. Los hombres no pueden ponerse en lugar de Dios, hasta llegar a juzgarle a Él y a Su obra, porque sería una blasfemia. Dios continúa confundiendo a los hombres que exigen respeto de los hermanos o pretendiendo ser escuchados y los que presumen, por la calidad y los oficios que representan, de decir siempre la última palabra en todo. Es importante afirmar que la primera y la última palabra sobre las obras de Dios son de Aquél que las realiza y no de los hombres. Los hombres tienen que limitarse a escuchar a Dios, no a juzgarlo, es absurda esta pretensión. No se puede pretender querer juzgar las obras de Dios. La ceguera del hombre del Evangelio puede ser considerada también como símbolo de la espiritual que, bajo diferentes aspectos, es enorme, pero hoy deseo quedarme sólo en lo planteado en la narración evangélica, sin alejarme de él.

Cristo, que es amor infinito, se apoya en este hombre, probado desde el nacimiento porque está privado de la vista. La humillante profesión del pedigüeño, realizada por el invidente, era una necesidad debida a la imposibilidad de trabajar. Cuando los hombres no gozan de la integridad física o de recursos económicos personales, se ven obligados a pedir limosna y de la asistencia de los que están provistos de bienes terrenos. Es justo lo que ha hecho este hombre, ciego desde el nacimiento. No pensaba que Dios pondría los ojos en él y que, en los siglos futuros, se convertiría en el símbolo de todos los que han sido favorecidos por el Señor. Beneficios y gracias que Dios ha distribuido gratuitamente, por iniciativa propia, en el curso de los siglos y que, por desgracia, muchos hombres no han reconocido ni apreciado. Es allí donde este hombre tiende la mano. Jesús, que ya sabía, porque es Dios, lo que ocurriría, quiere facilitar la comprensión por parte del ciego favorecido y de las personas que, a continuación, juzgarían esta obra portentosa. Nuestra Señora me ha precedido y ha explicado que Jesús ha recurrido a aquel artificio de tomar del polvo, escupiendo en él, hacer fango y ponerlo en los ojos del hombre para demostrar que Dios hace lo que quiere. El Señor recurre, a veces, a formas, que incluso a nosotros nos resultan incompresibles. Ha realizado milagros incluso con la simple orden: “Lo quiero, queda sano”, “Lo quiero, vuelve a ver”, “Lo quiero, camina”, pero, en este caso, sabiendo lo que ocurriría, quiso actuar de diferente manera y los hombres no lo han comprendido, porque no eran capaces de aceptar la obra de Dios. El Señor hace lo que quiere, cómo y cuando quiere, y lo hace incluso yendo contra la ley humana, que los hombres tienen que respetar. Dios es superior a esta ley. Cuando el Señor dio la vista al ciego era sábado y para los judíos la observancia de este día era sagrado y representaba una de las manifestaciones de aceptación y pertenencia a la religión judía. En sábado, además, no podían dar más que un cierto número de pasos porque habrían ofendido a Dios. Jesús es Dios y hace un milagro. En esta circunstancia notamos la ofuscación de los hombres que, ante un acontecimiento sorprendente y milagroso, se cierran en banda porque se sienten inseguros o piensan casi que Dios pueda hacerles sombra e impedirles destacar. Destaca Dios y no ellos y esto les molesta, les infunde miedo. El hombre del milagro es conducido inmediatamente ante los doctores de la ley, los escribas, los cuales nunca pronuncian el nombre de Jesús aunque lo conocen, sino que utilizan el término “aquél, el tal” para indicarlo. El ciego, o mejor, aquél que antes lo era, dice: “Ese hombre que se llama Jesús”. Aquellos, por el contrario, no lo nombran y eso de por sí indica falta de respeto y rechazo y expresa la clara voluntad de silenciar un acontecimiento tan milagroso que en lugar de darles alegría, les da problemas. Cuando se empieza a negar la evidencia ante las obras que Dios realiza ya no se vuelve atrás. Lo mismo ha ocurrido con el gran milagro eucarístico del 11 de junio del 2000, fecha en la que se ha realizado otra obra de Dios a la cual vosotros habéis asistido. ¿Qué dicen los que lo habrían de haber acogido? “No es posible”. ¿Quizás, Dios, primero habría tenido que pedirles permiso, los habría tenido que involucrar de alguna manera para que su autoridad fuera mayor? Quizás es lo que pretendían. Jesús, el mismo Jesús que ha realizado el milagro de restituir la vista al ciego, que ha realizado el milagro de hacer salir la sangre de la hostia, el mismo Jesús que ha sido rechazado hace dos mil años, ha sido rechazado también hoy. Ha sido rechazado, hace dos mil años, justamente por los que habrían tenido que aceptarlo y difundir su palabra y, dos mil años después, por los que habrían tenido que predicarlo. La situación es la misma, el pecado es el mismo: el rechazo de la obra de Dios. El ciego, al contrario, en esta circunstancia asume la actitud correcta que sin embargo no deriva, del hecho que ha sido favorecido, sino del hecho que su corazón está más abierto y nosotros sabemos que el corazón de los humildes, de los pequeños, de los débiles y de las personas frágiles se encuentra en condiciones de una mayor y más auténtica apertura respecto a Dios. Jesús mismo lo ha reconocido en la maravillosa oración de acción de gracias dirigida al Padre: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25). Nosotros, y lo afirmo con satisfacción, somos los humildes, los sencillos, los débiles y en esta sencillez, en esta debilidad se ha inclinado Dios y nos ha regalado los más grandes milagros de toda la historia de la Iglesia. El Señor nos está dando las únicas apariciones que quedan en el mundo, os ha dado a un Obispo que Él mismo ha ordenado y esto los hombres no lo quieren y no lo aceptan. El ciego que se postra ante Jesús es suficiente para Cristo. Jesús le hace esta pregunta: “¿Tú crees en el Hijo del hombre?” y él responde: “¿Y quién es, Señor, para que crea en Él?”. El hombre no dice que no cree, sino que pregunta a Jesús que le diga quién es. Mirad la sutileza: el ciego favorecido estaría preparado y dispuesto a aceptar un Hijo del hombre diferente del cual él estaba hablando, tan abierto estaba a la confianza, a la fe hacia Cristo. No sabe que es Él y Jesús le responde: “Lo has visto: es aquél que habla contigo”. Y la reacción del ciego es de inmediata aceptación. De hecho se postra en adoración y lo reconoce como Mesías. También los que han visto que el ciego recobraba la vista habrían tenido que escucharlo. Sin embargo lo han rechazado. De hecho a aquellos que le preguntaron: “¿Somos ciegos también nosotros?”, Jesús responderá: “Es para un juicio que yo he venido a este mundo para que los que no ven, vean y los que ven, se vuelvan ciegos”. Hoy, después de dos mil años, los que rechazan reconocer la intervención de Dios deberían preguntarse si son ciegos. Y también para ellos está la tremenda respuesta de Cristo: “Si fueseis ciegos, no tendríais pecado; pero como decís: “Nosotros vemos”, vuestro pecado permanece”. Es difícil comprender pero la explicación es esta: ya que han matado su conciencia son responsables, no son capaces de ver porque se han cegado y por tanto son culpables y las consecuencias no serán favorables para ellos. El ciego nos hace comprender que tenemos necesidad de luz, ya que estamos en un mundo en el que no vemos, no porque estemos ciegos sino porque está lleno de tinieblas. Si entramos en una habitación oscura, incluso teniendo las dioptrías al completo, no podríamos ver nada porque hay oscuridad. Podemos tropezar con algo, hacernos daño contra eventuales obstáculos, además, caer o herirnos, porque está oscuro. Pero si no eliminamos la oscuridad en la habitación, abriendo el interruptor de la luz, somos responsables de estas tinieblas. Eso significa que las tinieblas que nos circundan se van cuando aceptamos con fe la enseñanza de Cristo y nos dejamos guiar por esta enseñanza. Solo entonces ya no estaremos más en la oscuridad, sino que veremos perfectamente y estaremos tranquilos porque Jesús mismo estará cerca, como vida, verdad y camino y a lo largo de este camino nos acompañará para llegar a la meta establecida por Él, es decir el encuentro definitivo con Dios. Un encuentro hermoso, gratificante y alegre si en nosotros está la presencia de Dios pero si no está, si por nuestra culpa y responsabilidad hay pecado, el encuentro con el Señor será duro y terrible. Sobresale entonces, claramente, la importancia de una vida de gracia, la importancia de participar en la Santa Misa y en la necesidad de comulgar en gracia, porque la Eucaristía es pan pero es también luz. Tenemos necesidad de Jesús Eucaristía para estar seguros de que caminamos en la verdad y, sobre todo, para estar seguros de tener la fuerza de llegar lo más alto posible, porque la santidad se adquiere día tras día con empeño y dificultades. Dios nos ayuda ante los obstáculos, a afrontarlos y superarlos, dándose completamente, cada día, a Sí mismo, si nosotros queremos en nuestra vida. Nos estamos acercando a vivir momentos importantes que son la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo. Recordemos: yo veo, vosotros veis, porque Cristo está muerto. Si no hubiese muerto continuaríamos estando ciegos, pero ya que lo ha hecho por nosotros, nos ha restituido la vista, la alegría y el gusto de vivir.

Sea alabado Jesucristo.