Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 1° abril 2009

Hace once años, más o menos a esta hora, yo estaba hablando a los que estaban en la habitación de Marisa y la frase más significativa que pronuncié, que esculpí en la mente y en el corazón, es que para mí es un orgullo y una gloria sufrir por la Eucaristía. No quiero hacer de nuevo la crónica de aquella jornada porque, si os interesa, ya está contada detalladamente en los volúmenes que se han publicado, pero esta tarde, junto a vosotros, me gustaría hacer reflexiones sobre lo que ha ocurrido como comunidad, una pequeña partícula de la Iglesia, pero viva y vital. Tenemos que tener presente con alegría el recuerdo de los hechos que caracterizaron esta historia, porque veréis cómo de las lágrimas brota la sonrisa, de la tristeza la alegría y del sufrimiento el gozo. Os confío la memoria de lo que ha ocurrido y los más jóvenes tendrán que transmitirlo a sus hijos. La Iglesia no olvidará este día que, como nos ha dicho muchas veces la Virgen, pasará a formar parte de su historia, y si quisiera condensar las emociones, las reflexiones que se acumularon en mi alma durante este día, creo que podríamos describir todo lo sucedido con esta doble expresión: de la muerte a la vida, de la condenación de los hombres a la glorificación de Dios.

De la muerte a la vida: la muerte no es solamente física. Yo he tenido la alegría de sufrir la muerte moral que bajo todo punto de vista es la más dura, porque mientras la muerte física nos lleva a la bendita contemplación de Dios, la muerte moral en cambio nos deja en la tierra y nos hace sentir que otros han profanado algo hermoso y grande que Dios ha puesto en nuestro corazón. La muerte asusta a los que no están preparados, pero cuando hay una preparación se acepta todo y entonces, viene a la mente lo que se acaba de leer y lo que ya se dijo el domingo pasado: “Cristo en los días de su vida terean, ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte y por Su pleno abandono Él fue escuchado”. No es un contrasentido, porque Cristo vino al mundo para hacer la voluntad del Padre, según el cual debió consumir su vida en la cruz después de una tremenda pasión. Así nuestra semejanza con Cristo se acentúa en los momentos en los que el sufrimiento se vuelve más atroz, pero tenemos que recordar también otra frase que está en Juan: el que ama su vida la perderá y el que la odia en este mundo la conservará para la vida eterna. En la palabra vida, siendo el don más grande y más hermoso que Dios nos ha dado, tenemos que contemplar todo lo que forma parte de ello: el honor, la fama, las amistades y las relaciones con los demás, por lo tanto, si Dios pide una renuncia a todo esto, nada perdemos sino que logramos transformarlo en gracia y alegría según la ley de la Cruz. Amar y odiar son expresiones antitéticas. Cristo no nos dice que debamos odiar la vida, pero nos hace comprender, incluso dirigiéndose a un auditorio judío, que el hombre no tiene que considerar la vida el máximo de lo que puede alcanzar, porque además de la vida está Dios, su amor y su gracia. Esta vida de la que habla Jesús es una vida que empieza durante nuestro estar en la tierra y que alcanza la perfección cuando estaremos delante de Dios, por tanto perder la vida significa recuperarla, odiar la vida significa ponerla en mejor situación.

De la condena de los hombres a la glorificación de Dios. No se ha dicho que esta glorificación tenga que ocurrir exclusivamente en el más allá, sino que puede venir incluso durante la vida terrena. De hecho, Pedro dice: lo hemos dejado todo, pero ¿al final que podremos obtener? Jesús le responde que recibirá cien veces más en la tierra y tendrá también la vida eterna. Cuando el hombre, tanto religioso como político, condena injustamente a un hermano suyo y cree haber vencido, justo en aquel momento, recibe la derrota más contundente, porque se vuelve como Caín que mató a Abel. Los nuevos Caínes que a lo largo de los siglos se hacen presentes matan siempre a Abel, el hermano inocente, por rabia, celos y envidia pero Abel recibirá la recompensa y Caín recibirá la condena y además una condena pesada durante su vida terrena, como ocurrió para el primer Caín. Por lo tanto la glorificación de Dios ocurre también durante la vida terrena; de hecho, puede parecer que uno sea derrotado, pero en aquel mismo momento la derrota se convierte en victoria.

Basta un ejemplo nuestro para que arraigue en vosotros esta convicción. Ya se había anunciado varias veces que 1999 sería el año del triunfo y de la victoria, de hecho, en el aniversario de mi ordenación sacerdotal, el 9 de marzo de 1998, en una aparición la Virgen le había dicho a Marisa que escribiera 666 que es el número del bestia; entonces, le había dicho que girara los tres seises y que nos pusiéramos frente al número 1. De esta manera había obtenido el año que decía sería de nuestra victoria: 1999. La Virgen lo repitió otras veces hasta el 1º de enero de 1999, pero después no fue así, porque Dios pidió la inmolación más fuerte a la Vidente y al Obispo y una bastante dolorosa también a vosotros, por lo que pudisteis haber dicho, a parientes, amigos y conocidos, que luego no se produjo. A pesar de esto, Dios dijo que de aquella inmolación nació el triunfo más grande de toda la historia de la Iglesia.

El 10 de enero del 2002, a través de la inmolación de los inocentes, ocurrió el Triunfo de la Eucaristía en la Iglesia por el valor, el sufrimiento y las oraciones de un sencillo y humilde Obispo, de una sencilla y humilde vidente y de sencillas y humildes personas. Esto es lo que logra hacer Dios: incluso las derrotas que parecen más ardientes se transforman en victorias luminosas. Dentro de cincuenta, cien o mil años, no se dirá que no hubo victoria en 1999, sino que hubo el triunfo de la Eucaristía decretada por Dios y se hablará no de los que injustamente condenaron al Obispo, sino de aquel que fue condenado. Dios puede trastornar los designios humanos, por eso este día debe ser encomendado a la memoria y no debe ser la exaltación de un individuo sino la exaltación de la acción de Dios. Si hacéis esto quiere decir que habréis comprendido exactamente lo que estoy tratando de haceros comprender, por tanto esta jornada tiene que ser caracterizada por esta expresión: concretamente asistimos al paso de la muerte a la vida, de la condena de los hombres a la glorificación de Dios. Para terminar, no puedo dejar de citar a Pablo cuando dice que los sufrimientos del tiempo presente no tienen un valor proporcionado a la gloria que se manifestará en nosotros. Por tanto también Pablo habla del paso de la condena de los hombres a la glorificación de Dios; no es mi invención, por hermosa que sea, sino una verdad presente en la Palabra de Dios. Así llegará también el fin de todo este largo penar para la reconstrucción de la Iglesia; los que han sido escogidos por Dios para cumplir esta obra, hace decenios que rezan, sufren y se inmolan, pero no hay sufrimiento que sea proporcionado a la gloria. En el Paraíso las personas más cercanas a Dios son las que han sido más poderosas durante su vida solo si han cumplido bien su oficio; por lo tanto, lo que nos garantiza por otra parte un lugar más cercano a Dios es como hayamos vivido la vida en la tierra y la persona más humilde, más sencilla y desconocida durante la vida terrena podremos verla delante de nosotros y muy alto en el Paraíso. Un puñado de años no es nada comparado con la eternidad, pero aunque hayan habido momentos que nos han desgastado y estresado, Jesús nos dijo: venid a Mí todos vosotros que estáis cansados y fatigados y Yo os daré descanso y paz. Yo he dicho siempre, y hoy lo ratifico más que nunca, que ha sido mi Misa celebrada cada día y ha sido la Eucaristía, quienes me han salvado. Creo que en toda mi vida no he celebrado más que en poquísimas ocasiones, solo cuando he estado muy mal, de todos modos, incluso con fiebre o algún problema de salud, he celebrado siempre y esto me ha salvado. Es el Pan Eucarístico el que ha saldo a la Vidente y al Obispo y recordad que sobre el amor a la Eucaristía nos juzgará Dios. El que ama profundamente y auténticamente a la Eucaristía amará también a los hermanos, así que amando a los hermanos Dios nos juzgará, exactamente sobre el amor.

Solo Dios puede cambiar las situaciones. Yo miro adelante y puedo quizás entrever el alba de la resurrección que vosotros no podéis ver porque no tenéis el conocimiento de hechos y situaciones que nos ha manifestado Dios.

Como recordaréis, se ha escrito que la quinceava estación de nuestro Via Crucis será escrito cuando sea nuestra resurrección y creo que dentro de poco tendré que empezar a escribirla. Todavía tenemos el corazón firme, doblemos las rodillas delante de los designios de Dios, esforcémonos por acogerlos del mejor modo y continuemos suplicándole para que acelere sus promesas, pero sobre todo para que dé al Obispo y a la vidente la fuerza de seguir adelante.

El 25 de marzo de este año, fiesta de la anunciación, la virgen ha dicho a Marisa: “Marisella, sigue adelante todavía un poco más, largo es el camino que te tiene que llevar al Paraíso”. Después se ha dirigido al Obispo:: “Excelencia, tu camino será más duro, pero estoy a tu lado”. Los caminos del Obispo y de la Vidente no serán nunca desunidos. La virgen siempre ha estado cerca de Jesús aunque no estuviera físicamente en bilocación, por lo tanto no es cierto, y ella misma lo dijo, que Jesús la descuidó, como dijo alguien en un escrito contra el cual, excepto nosotros, nadie protestó. Tal como la Virgen estuvo siempre al lado de Jesús, el Obispo y la vidente continuarán estando unidos y cuando ella esté en el Paraíso, estará más cerca de mí y la unión será más fuerte. De hecho, en el prefacio que se recita en la Misa de los difuntos está escrito que la relación no se interrumpe, sino que se transforma y es mejor, porque se afloja el físico y se perfecciona el espiritual que es el auténtico. Entre Dios y yo hay una relación espiritual y es más hermosa. Entre un alma que está en el Cielo y yo hay una relación espiritual que es más fuerte que la que puede existir entre cada uno de vosotros y yo mientras estéis vivos. Con esta reflexión se reanuda ahora la Misa y se ofrece a Dios para que pronto haga resonar su voz, como le dijo a Jesús: "Este es mi hijo amado" y le dice a Marisa: "Esta es mi hija amada, ven, entra" en el Paraíso donde te espero desde hace mucho tiempo".