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San José, varón de dolores

"San José, Custodio de la Eucaristía, Protector de la Iglesia, Patrono del mundo", así invocamos a este gran santo, y así hemos aprendido a conocerlo y amarlo. El pasado 19 de marzo, el Obispo de la Eucaristía ha querido demostrar como el sufrimiento ha estado presente abundantemente en la vida de este hombre tan grande a los ojos de Dios, por lo que podemos invocarlo con un cuarto título: "Varón de dolores". El padre putativo del Redentor y el esposo de la Corredentora tenía que estar unido a su Hijo y a su esposa también en el sufrimiento.

El consagró su alma a Dios y respetó los votos pronunciados desde jovencito que le supusieron sacrificio y compromiso, porque tuvo que luchar para mantenerlos. Su vida espiritual alcanzó alturas sublimes y se elevó cada vez más a Dios. Él sintió el disgusto de no encontrar entre las chicas que frecuentaba la misma vida interior enfocada en su totalidad al Cielo y despegada de la Tierra.

Cuando José encontró a María, su corazón exultó, pero aquella alegría dejó pronto el lugar al sufrimiento provocado por parientes y amigos que criticaron abrumadoramente el viaje de la joven pareja que iba a ayudar a Isabel. José acompañó a su esposa a casa de su prima y regresó. Para él fue duro el alejamiento de la que amaba tanto y de nuevo sufrió por la soledad.

Los dos jóvenes habían ofrecido su pureza a Dios, pero pronto en María, en cinta por obra del Espíritu Santo, aparecieron evidentes indicios de la maternidad. José estaba segurísimo de la santidad de su esposa y para él resultaba amargo no poder comprender cómo ella pudiese ser madre, ya que no habían tenido ningún contacto sexual. Él no pensaba en sí mismo, sino en la grandeza espiritual de María, ya que la belleza de su alma no podía sino imponerse. Este enorme sufrimiento para José fue aclarado por Dios en sueños a través del ángel, así los dos esposos pudieron vivir felices juntos, pero sólo durante algunos meses.

De hecho, poco tiempo después ocurrió la gran aventura del viaje a Belén. El recorrido fue duro, tenían un asnillo como único medio de locomoción, poseían pobre alimento y no encontraron un lugar donde pasar la noche. María estaba ya a punto de finalizar la gestación y José sufría mucho, porque no podía darle lo que hubiera querido. Con la llegada a Belén, se añadió el ansia tremenda de no poder encontrar una casa para su dulce mujer, José no aceptó de buen grado la decisión de refugiarse en una gruta. Ciertamente en aquellos momentos se sintió un fracasado.

La alegría por el nacimiento del Hijo de Dios llenó el corazón de sus padres, pero inmediatamente después tuvieron que huir a Egipto y tampoco entonces el sufrimiento y el dolor le faltaron. José se habrá preguntado porqué Dios, el Mesías, se veía obligado a huir. ¿Por qué tenían que afrontar otro viaje largo, fatigoso, incierto y peligroso, cuando Jesús habría podido en un instante ponerse en lugar seguro?.

Pero José sufriendo siguió adelante y afrontó la tormenta en el desierto, protegiendo a sus seres queridos y haciéndoles de escudo con su cuerpo.

Los años de la vida en Nazareth habrían podido ser tranquilos y serenos, pero pronto les sorprendió la enfermedad, por la que José padeció dolores tremendos. Él tenía a su lado a Dios y le habrá preguntado: "¿Por qué me haces sufrir? Evítame un poco de sufrimiento". Su calvario duró ocho largos años y luego llegó la muerte. Para José habría sido mejor continuar viviendo antes que morir, porque viviendo tenía a su lado a Jesús y a la Virgen. Él, cuando murió, no fue enseguida al Paraíso, sino al Limbo hasta que Cristo fue a buscarlo para llevarlo ante el Padre.

El padecimiento de este gran santo alcanzó la culminación bajo la cruz (N.d.R: S. José estaba al lado de su esposa espiritualmente): él sufrió viendo gemir a Aquél que amaba como a un hijo y sufrió por su esposa, que incluso demostrando fuerza y valor, estaba desgarrada por el dolor. Ante sus ojos José tenía un espectáculo horrible y se preguntaba el motivo de tanto sufrimiento, cuando sabía que para salvar al mundo habrían bastado las pocas gotas de sangre, que Jesús había derramado el día de la circuncisión.