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Homilía de S.E. Mons. Claudio Gatti del 1° noviembre 2007

Fiesta de Todos los Santos - I lectura: Ap 7,2-4.9-14; Sal 23; II lectura: 1Jn 3,1-3; Evangelio Lc 18, 9-14.

Hoy quiero haceros una confesión. En mi corazón se están agitando simultáneamente tres diferentes homilías que me cuesta englobar y encontrar el camino para llegar a la mente, de manera que todos vosotros podáis escuchar y comprender cuanto os quiero decir. Me cuesta escoger entre estas tres diferentes homilías porque mi alma siente sensaciones contrastantes y hace reflexiones diferentes, que me persiguen desde hace algún tiempo. Trataré de daros la homilía menos traumática, porque no quiero apesadumbrar vuestro estado de ánimo, sobre todo el de los que ya llevan la cruz del sufrimiento. Yo no le cedo a nadie mi cruz, porque sé que cada uno de vosotros tiene la suya propia, pequeña o grande, porque ninguno está exento. A veces, por desgracia, el peso de la cruz es tan opresora y pesada que aplasta a la persona hasta el punto que ésta es incapaz de recuperarse por sus propias fuerzas. Entonces esta alma se comporta como Cristo bajo la cruz y, dirigiendo la mirada al Cielo, dice: "Dios Papá, ayúdame. ¿No ves que no puedo proseguir, no ves que no tengo ni siquiera la fuerza de dar un paso?". A veces la situación es todavía más pesada porque no se tiene ni tan sólo la fuerza de rezar. Yo creo que en aquellos momentos Dios está más que satisfecho de nuestros gemidos y de nuestros lamentos, porque son honestos, sinceros y reales. No me detengo sobre estos sufrimientos, preocupaciones o tensiones que forman parte de la vida cotidiana, las sobrevuelo a todas y llego a considerar la circunstancia en la que el sufrimiento dura desde hace décadas, cuando la luz parece que se aleja cada vez más y cuando, humanamente hablando, la realización de lo que Dios ha prometido parece imposible, porque todas las circunstancias humanas están en contra tuyo. Contra la autoridad, aunque estoy convencido que no se puede hablar de autoridad, porque los que combaten a Dios no pueden ejercer la autoridad en Su nombre. Esos son usurpadores, pero, por desgracia, son ellos lo que tienen el cetro en la mano y se imponen hasta el punto de que la casi totalidad de las personas los sigue, repitiendo: "Es el elegido del Espíritu Santo". Repiten que ha sido elegido por iluminación del Espíritu Santo, cuando tú sabes que el Espíritu Santo no estaba presente, mejor dicho, había huido. Cuando sabes estas cosas, tu sufrimiento aumenta aún más. Y Caín llama a Caín. Esta realidad se impone y es actual y entonces bajo la cruz gimes y dices: "Dios mío, ¿por qué todavía permites esto?".

Los salmos son palabra de Dios, son inspirados y provienen de Dios, y después de haber leído el Salmo 23, quiero deciros que la esperanza se puede reabrir en el corazón. Este salmo empieza justamente con la afirmación de la plena, total y completa soberanía de Dios. El Señor es el dueño de todo porque a Él esto le viene del derecho de propiedad. Lo ha creado todo, todo depende de Él y todo tiene que volver a Él. Es absurdo que la creación inanimada no se haya rebelado nunca a Dios y se haya expresado según las leyes de la naturaleza que Dios ha establecido. Quien, sin embargo, ha recibido de Dios el don supremo de la inteligencia y del alma, es decir lo que nos hace semejantes a Dios, si se rebela inconscientemente a Él no es responsable, pero si lo hace consciente mente sí lo es. La rebelión puede ocurrir de muchas maneras y no se ha dicho que la peor tenga que ser la más obvia. La rebelión más tremenda, de hecho, es la que ocurre oculta, la invisible. La rebelión a Dios más grave es aquella hipócrita, por la que aquellos externamente muestran un comportamiento de devoción y de atención, pero internamente sienten exactamente lo contrario. El que no está unido a Dios, el que no participa de Su gracia, el que no tiene la presencia de la Trinidad en su propia alma, es enemigo de Dios a cualquier categoría que pertenezca, cualquier cargo que tenga o poder que ejerza. Y he ahí que nosotros podemos decir que Dios es dueño y soberano de todo, es soberano y dueño de la naturaleza inanimada, es soberano y dueño del hombre, es soberano y dueño de su Iglesia. En este caso, con el término Iglesia nos referimos a la primera probable Basílica. En el salmo está implícita una circunstancia extremadamente importante, una circunstancia histórica. De hecho el Arca fue depositada solemnemente en la tienda construida para acogerla y esta tienda está situada en el monte Sion, la colina más famosa de Jerusalén. Por lo tanto hacia esta Iglesia ante litteram, hacia esta primer templo de Dios, se encamina el hombre, y encaminándose a tener un contacto con Dios, examina su condición humana y la ve pecadora, frágil y débil. Y he ahí que, idealmente, toda esta procesión de personas se pregunta, interrogando a su conciencia: "¿Quién subirá al monte del Señor? Allí está Dios (Salmo 23, 3), ¿Cómo lo hacemos para postrarnos ante Dios, quién podrá estar en Su lugar santo? Y he ahí la respuesta, que puede venir de la conciencia, o de los hermanos, o incluso de los sacerdotes del tiempo: "El que tiene manos inocentes y puro corazón, que no dice mentiras" (Salmo 23, 4). Sólo aquellos pueden ir delante de Dios y tener con Él una relación filial. Pero mirad la pregunta: "Al lado de los inocentes están los que tiene las manos sucias, al lado de los honestos están los que dicen mentiras, y entonces, ¿van a Dios haciendo comedia y no reciben de Él?"

Vayamos a la parábola del publicano y del fariseo que ostenta soberbia, orgullo y presunción. El pobre publicano está de rodillas y reconoce sus pecados, igual que nosotros reconocemos nuestras debilidades, nuestra fragilidad, nuestro estar fatigados y, a veces, incluso amargados y desilusionados. Pero esto es el inicio de la purificación. Podemos haber ofendido a Dios, pero somos conscientes de la ofensa, pedimos perdón y él nos purifica y nos permite que nos acerquemos con las manos limpias y, sobre todo, con el corazón limpio. "He ahí la generación que busca a Dios, que busca Tu rostro" (Salmo 23, 6). Es la que es consciente de su fragilidad y nosotros queremos pertenecer a esta generación, porque estamos entre los que son conscientes de sus propios límites.

Ahora, después de haber saltado varios siglos, pasamos a Juan y encontramos esta maravillosa realidad. Cuando Juan escribe esta carta, usa la expresión: "Ved", tenéis que pensar que el apóstol es como el que se encuentra ante una obra maestra, ante un desgarro de la maravillosa naturaleza, ante un panorama irresistible y, por tanto, siente admiración por lo que ve. Pues bien, Juan nos dice: "También vosotros poneros delante de esta obra maestra de Dios que es la redención, que es la transformación de la criatura, de pecadora a justa". En el Nuevo Testamento es superada la concepción y la espera del Mesías presente en el Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento no había la idea, la certeza, la realidad de que Dios nos haría hijos.

"Para ser llamado hijos de Dios, y lo somos" (1Jn. 3,1). En la versión griega este concepto está expresado claramente y se sobreentiende una verdadera y propia generación natural. Por lo tanto no se habla de una sencilla adoración, sino de algo más, de algo que penetra en el interior del hombre, lo transforma y lo hace semejante a Dios. Esta grandeza, como dice Juan, mientras estemos en la Tierra, no la podremos percibir nunca en todo su magnificencia. ¿Cuándo tendremos la constatación real de la belleza del alma en gracia? Cuando estemos delante de Dios: sólo en aquél momento, en la felicidad eterna del Paraíso, el hombre será capaz de ver aquella obra maestra que Juan ha indicado, pero que en la vida terrena está oculto, velado, iluminado de una luz difusa que no lo hace resplandecer completamente. El esplendor completo lo tendremos solamente en el Paraíso. Entonces, cuando estemos en el Paraíso, mirando alrededor nuestros nos alegraremos, además nos podremos congratular el uno con el otro, como cuando ocurre en la Tierra, diciéndonos: "Qué bien estás, qué hermoso eres, qué rejuvenecido estás". En el Paraíso ocurrirá exactamente esto: cada uno de nosotros se maravillará y se quedará asombrado de su propia belleza y grandeza, pero también será llevado a gozar y a alabar a Dios por la belleza que verá en sus hermanos. Claro, algunos serán más hermosos y otros menos, pero esto no dependerá de las características físicas del cuerpo, sino de la abundancia de la gracia que está en el alma. Cuanto más rica y llena de gracia está el alma es más bella. Por lo que podrá suceder que los que, durante la vida terrena, no han sido considerados bellos desde el punto de vista exterior y físico, si han acumulado gracia tras gracia, en el paraíso serán bellísimos; estos además serán más bellos que todos los adonis que han encontrado durante su vida terrena, porque recordad que, también el cuerpo, después de la resurrección y el juicio universal, seguirá la condición del alma. No seremos como ahora, sino que Dios llevará nuestro cuerpo a una potencialidad de belleza y de esplendor del que hoy no estamos en condiciones de entender el alcance y la realidad. Para los que han tenido el cetro pero han abusado del poder, haciendo sufrir voluntariamente y han calumniado al Obispo ordenado por Dios, no habrá salvación. No sé qué es lo que estos señores puedan celebrar hoy, desde el momento en que hay una clara oposición entre ellos y los que celebramos: a los Santos. Estos señores no lo son, porque no son puros.

"El que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo como él es puro" (1Jn 3,3). Esta expresión nos indica tanto la virtud de la pureza entendida como ámbito sexual, por lo tanto el respeto del propio cuerpo y el del cónyuge en caso de matrimonio, como nos indica la santidad completa. Dios es Santo. El atributo por excelencia de Dios es la santidad, por lo tanto Él es Santo y nosotros participamos de Su santidad y somos llamados a expresar nuestro culto, nuestra obediencia y docilidad a Dios. Somos llamados a purificarnos y el hombre que se purifica vive al mismo tiempo dos realidades: la de librarse del mal, de purificarse el alma y la de dedicarse a Dios. Si todo esto no está, no existe, significa que se está contra Dios y lejos de Él.

Consideremos a los santos intercesores, a los protectores, a los que nos defienden y nos dan ejemplo. Admiremos esta obra maestra de Dios, esta santidad que se ha expresado en tantos hombres y mujeres de todas las razas, culturas y también de religiones diferentes, porque Dios mira el corazón, el amor. Él mira si en tu corazón hay este deseo de ayudar y de amar a los otros.

Hoy, después de haber venerado a los Santos, los que nos son queridos y familiares, hagamos un vuelo más alto y lleguemos ante el trono de Dios, delante de Dios Papá, de Dios Hermano, de Dios Amigo, de Dios Uno y Trino, ante el cual nos inclinamos y decimos: "Somos conscientes, Dios míos, sabemos cuál será, si te somos fieles hasta la muerte, nuestra realidad definitiva en el Paraíso, pero te ruego, y en este momento os pido que os unáis a mí, danos un poco de tu paz, de tu serenidad y de tu alegría también durante la vida terrena. Puedo decir, y, conmigo otros, que te hemos dato toda la vida. Te hemos dedicado toda nuestra vida, por Ti hemos sufrido, por Ti hemos afrontado pruebas, por Ti hemos sido juzgados injustamente y condenados todavía más injustamente, pero ahora, Dios mío, despierta, ponte dentro de nosotros y haznos saborear la belleza y la alegría de ser tus hijos". Sea alabado Jesucristo.