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La historia de nuestro sacerdote, Obispo ordenado por Dios, S.E. Mons. Claudio Gatti

Vigilia de oración del 8 de marzo del 2003, celebrada con ocasión del 40º aniversario de la ordenación sacerdotal de S.E. Mons. Claudio Gatti

Esta narración es la historia de nuestro sacerdote y Obispo, sobre la que no hacemos consideraciones por su belleza y superioridad, patrimonio de una comunidad particular, pero también de la Iglesia universal, porque representa la verdadera figura del sacerdote, tal como Dios ha querido que fuese. San Pablo en la carta de los Hebreos, escribe: "Todo Sumo Sacerdote, tomado de entre los hombres, está puesto a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios.." (Heb. 5, 1). Lo que queremos transmitir es el mensaje universal que Dios ha querido darnos sobre la vida sacerdotal. Sólo el que sigue las enseñanzas del Padre, que permanece unido a Su Corazón y que ofrece y sufre como Cristo en la Cruz, es el buen pastor; por consiguiente, su rebaño permanece unido y crece en la santidad. "Haré surgir a mi servicio un sacerdote fiel y que obrará según mi corazón y mis deseos. Yo le daré una casa permanente y caminará en mi presencia, como mi consagrado para siempre" (I Sam 2, 35).

La Ordenación Sacerdotal

Era el 9 de marzo de 1963, día de la ordenación sacerdotal de Don Claudio. Aquel día fui llevada en bilocación por Nuestra Señora a la Basílica de S. Juan de Laterano, donde vi por primera vez al que por voluntad de Dios se convertiría en mi director espiritual y realizaría la gran misión. Don Claudio estaba en posición prono en el suelo, mientras eran cantadas las letanías de los santos. En él estaban a punto de cumplirse las palabras de Jesús: "…Id, pues y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo…" (Mt. 28, 18-20).

El don del sacerdocio es un acto de amor de Dios, que pide la colaboración del hombre para realizar el plan de salvación. El Jueves Santo, instituyendo el Sacramento de la Eucaristía, Cristo ha constituido a los Apóstoles sus ministros e instrumentos de Dios para el bien de la humanidad. El Obispo es auténtico testimonio y portador de la luz verdadera, que es Cristo, el Cristo crucificado y triunfante en la Eucaristía, única certeza de salvación. Cristo ha dado todo de sí mismo para que esta luz refulgiese cada vez más en el mundo.

La Misión Sacerdotal

"Yo soy Jesús, Dulce Maestro, el sacerdote es el Dulce Cristo en la Tierra" (Carta de Dios, 31.10.1993). El sacerdote es la imagen viva y transparente de Cristo Sacerdote. Jesucristo ha manifestado en sí mismo el rostro perfecto y definitivo del sacerdocio de la Nueva Alianza. Esto lo ha hecho en toda su vida terrena, pero sobre todo, en el acontecimiento central de su pasión, muerte y resurrección. Como escribe Pablo en la carta a los Gálatas, Jesús siendo hombre como nosotros e Hijo unigénito de Dios, es mediador perfecto entre el Padre y la humanidad, gracias al don del Espíritu - "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de Su Hijo que grita : "¡Abbà, Padre!".

Proclamación de la Palabra: Para nuestro Obispo, exigencia imprescindible, es la lectura y la meditación de la palabra de Dios, como instrumento de crecimiento espiritual y de conversión de las almas. Sólo un conocimiento profundo de las enseñanzas evangélicas, una formación madura y una aceptación responsable, permiten al hombre crecer en el amor a Dios y a los hermanos. Éste es el ansia que tiene que animar al sacerdote, éste es el ansia de nuestro Obispo, éste es el ansia que tiene Pablo: "Para mi, evangelizar no es un título de gloria, sino un deber. ¡Ay de mi si no predicase el Evangelio!" (I Cor. 9, 16). El sacerdote está llamado a ser también hombre de la Palabra de Dios, generoso e infatigable evangelizador. "Tu, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio". (II Tim. 4, 5). El Obispo mismo repite: "Si nosotros pastores queremos ser imitadores de Cristo, tenemos que saber imitar también a Pablo sin buscar citaciones elegantes. Lo que cuenta es que en mi predicación haga avanzar y crecer a Cristo y disminuya y desaparezca yo. Cristo no necesita mi cultura para ser anunciado. Él quiere sencillamente que yo le preste mi boca, mi corazón y mi inteligencia y sólo entonces la predicación es poderosa y eficaz. Sólo así el pastor, por la acción del Espíritu Santo, será capaz de llevar a la comunidad, a la que ha antepuesto, a aquella altura de santidad que con los medios humanos no sería alcanzable".

Ofertorio: La vida del Obispo es una ofrenda continua a Dios y a las almas; en 40 años de sacerdocio, incluso probado física y moralmente, se ha sacrificado a sí mismo para la salvación de las almas. Con su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa y respecto a la Iglesia, ha conservado, preservado y nos ha ofrecido la realidad del sacerdote auténtico, animoso e indómito, como ha sido desde el principio en la mente de Dios. "… la vida del verdadero sacerdote es dura, es difícil, pero es amor, caridad, sencillez, sinceridad" (Carta de Dios, 22.8.1996). "Vosotros, mis queridos sacerdotes, daos todos por las almas que esperan vuestra ayuda. El sacerdote es también víctima" (Carta de Dios, 26.5.1996).

Eucaristía: La caridad pastoral encuentra su máxima expresión y su supremo alimento en la Eucaristía, que tiene que ser el centro y la raíz de toda la vida del sacerdote.

El título más hermoso y grande con el cual ha sido llamado don Claudio es "Obispo de la Eucaristía"; esto, para destacar cómo él ha defendido siempre, amado y adorado la Eucaristía, poniéndola en el centro de su ser Ministro de Dios. Muchas veces, él mismo nos ha confiado que sin la fuerza, el sustento y el amor de la Eucaristía, no habría podido sacar adelante la gran misión que Dios le ha confiado.

La misión espiritual es indivisible de la Eucaristía, porque sólo la completa identidad del sacerdote con Cristo es garantía de comunión, de unidad y participación del proyecto de salvación que Dios ha querido para el hombre. Como Cristo sufre, muere y resucita en Cruz, también los sacerdotes sufren, mueren y resucitan por las almas, ofreciéndose a sí mismos junto a Él por el bien de la comunidad a ellos confiada: "Recordad: el sacerdocio es un gran Sacramento. El sacerdote es llamado por Dios, Jesús entra en él y el sacerdote está en Jesús" (Carta de Dios, 26.5.1996).

Sólo nutriéndose de Aquel que ha padecido, como hombre y como Dios, todos los dolores y las fatigas de este mundo, el sacerdote puede ser instrumento válido de Dios, soportando y haciendo fructificar en dones espirituales todos los sufrimientos, las fatigas y las tribulaciones que una auténtica y viva misión sacerdotal comporta: "Recuerda que Jesucristo, de la estirpe de David, ha resucitado de los muertos, según el Evangelio, a causa del cual yo sufro hasta llevar cadenas como un malhechor; pero ¡la palabra de Dios no está encadenada!. Por eso lo soporto todo por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús, junto a la gloria eterna. Cierta es esta palabra: Si morimos con él, viviremos también con él; si con él perseveramos, también con él reinaremos; si lo renegamos, también él nos renegará" (II Tim. 2, 8-12); "Cristo, mismo, justamente por haber sido probado y haber sufrido personalmente, puede ayudar a los que se ven probados" (Heb. 2, 18).

El amor inmenso, la donación total y el abandono incondicional a Jesús Eucaristía del Obispo ha encontrado su máxima expresión y complemento en el milagro más grande que Dios pudiese realizar en las manos de un ministro suyo, cuando el 11 de junio del 2000, de la hostia que acababa de consagrar comenzó a surgir la sangre.

Aceptación de la Misión

Transcurrían los primeros años de vida sacerdotal y don Claudio crecía en el amor y en el conocimiento de Dios. Su carácter fuerte y decidido, su apego a la verdad, su ser esforzado defensor de la Eucaristía eran los talentos que Dios había dado a este joven, pero gran sacerdote y que, con los amorosos cuidados de la Madre de la Eucaristía y de Jesús, harían seguramente, en los proyectos de Dios, un patrimonio más grande en favor de toda la Iglesia; y Dios, sin que lo supiera nuestro Obispo, de proyectos sobre él tenía y muchos.

Todo tuvo inicio en agosto de 1972 cuando, Nuestra Señora pidió a don Claudio y a Marisa que fueran a la vez a Lourdes. En la gruta del Santuario, Nuestra Señora les dijo que Dios los había llamado para una importante misión: "Es una misión que se refiere a toda la Iglesia y se refiere a todo el mundo…Sois libres de aceptar o rechazar, pero recordad: sufriréis muchísimo" (Carta de Dios, 6.8.1972).

Después de tres días de intensa oración y meditación, el 12 de agosto de 1972, durante la celebración de la S. Misa en la gruta de Lourdes, don Claudio y Marisa pronunciaron simultáneamente su sí en el momento del intercambio de la paz. Y los planes de Dios se realizaron.

La Gran Misión

La gran misión, que tiene como fin la salvación de las almas y el renacimiento de la Iglesia, ha comportado un tributo de sufrimiento vivido en el amor, en el abandono y en la obediencia a Dios. Como Jesús, la vida de nuestro sacerdote y Obispo ha conocido y conoce en todo momento la experiencia del abandono por parte de los que habrían tenido que apoyarlo y sostenerlo en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Pero en aquel que está en la verdad, encuentra fuerza en la Eucaristía y en la Palabra: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hec. 5, 29). El que ama, en el momento de la prueba, se confía a Dios:

Acoge, Señor, la causa del justo,

atiende a mi clamor.

Presta oído a mi plegaria:

en mis labios no hay engaño.

Salga de ti mi sentencia

vean tus ojos la justicia.

Sondas mi corazón, de noche lo escrutas,

me pruebas al crisol, sin hallar nada malo en mi.

Mi boca no claudica

al modo de los hombres;

La palabra de tus labios he seguido

he evitado los senderos del violento.

Por las sendas del justo va ajustado mi paso;

por tus veredas no vacilan mis pies.

Oh, yo te llamo; tú me oirás, oh Dios;

tiende hacia mi tu oído, escucha mi oración,

Despliega tu bondad,

¡oh tu que salvas a quien confía,

contra los enemigos, en tu diestra!.

Guárdame como pupila de tu ojo,

escóndeme a la sombra de tus alas,

frente a los malvados que me agobian

y por doquier me cercan ávidos.

Cerrados en su grasa,

su boca habla altanera;

Ahora me cierran ya sus pasos,

y sus ojos me clavan para echarme por tierra;

parécense al león que desgarrar ansía,

a un cachorro que en su guarida acecha.

¡Levántate, Señor, hazle frente, derríbale!;

con tu espada libera mi alma del impío,

de los mortales, con tu mano, oh Señor,

cuya suerte concluye con la vida.

De tus larguezas está lleno su vientre,

y a sus pequeños dejan las sobras.

Yo, en cambio, en la justicia contemplaré tu rostro,

al despertarme me hartaré de tu imagen

(Sal 17)

La Ordenación Episcopal

"Querido Don Claudio, tu serás el apóstol, el profeta, el Obispo, el conductor de la nueva Iglesia…" (Carta de Dios, 26.7.1998), con este mensaje, Jesús preparaba a Don Claudio a lo que sería la finalidad más alta de su sacerdocio. El 20 de junio de 1999 es una fecha que será escrita e letras de oro en la historia de nuestro Movimiento y de la Iglesia.

Jesús ha pronunciado las palabras: "Yo, Jesús de Nazaret, he ordenado Obispo al sacerdote Don Claudio Gatti" y entre los presentes se ha manifestado una profunda conmoción y muchos han estallado a llorar, por la repentina e imprevista gran noticia.

Después, Jesús, ha continuado: "Yo, Jesús de Nazaret, en nombre de Dios Padre, de Dios Espíritu Santo y de Mi, Dios Hijo, he ordenado Obispo al sacerdote Don Claudio Gatti. Yo he ordenado al primer Papa y a los apóstoles obispos, pero todo ha sido cambiado. Mañana repetiré el anuncio de esta ordenación episcopal. Don Claudio, no es necesario que sean los hombres los que te den la plenitud del sacerdocio; Yo soy Jesús, Yo soy Dios, sólo Yo puedo hacer todo lo que quiera, y ningún hombre de la Tierra me lo puede impedir. Le he dado el episcopado, porque vuestro sacerdote ha sufrido durante toda la vida, pero no ha traicionado nunca a Dios Padre, a Dios Espíritu Santo, ni a Mi, Dios Hijo; nunca ha traicionado a la Eucaristía que ha derramado sangre ni a la Madre de la Eucaristía. Ha sido condenado por no haber tirado la Eucaristía. No os ha traicionado nunca a vosotros, mis queridos hijitos, pequeño rebaño, que sois tan pocos orando aquí".

El episcopado representan para don Claudio la plenitud de los poderes; poderes y responsabilidad que delinean, con caracteres cada vez más nítidos, cuál será su papel en el interior de la Iglesia que él ama tanto y que desea ardientemente que vuelva a ser faro para los hombres y no motivo de escándalo y perdición a causa de sus hombres. Ordenado don Claudio Obispo, Dios ha reconocido en él el pastor tenaz y humilde, fuerte y fiel que ha luchado contra fuerzas humanas más bien preponderantes, pero que unido a Dios ha obtenido la victoria.

La luz

El Obispo es pastor y guía y es a él al que ha confiado la tarea de iluminar el camino que lleva a la santidad. Cuando Jesús en el Evangelio de Mateo ha dicho: "Vosotros sois la sal de la tierra, sois la luz del mundo", ha encerrado en algunas imágenes, las características de sus discípulos. La luz no tiene que ser cubierta, sino que debe brillar, alimentada por la gracia que viene de los sacramentos. He ahí la conmovedora solicitud y el inmenso amor hacia el rebaño que tendría que animar a cada pastor, un pastor que sufre si, incluso, una sóla ovejita no está en el redil y que conforta y confirma en la fe a las que están en su interior. La conclusión la da Jesús de manera maravillosa en el Evangelio de Mateo: "Resplandezca así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria al Padre vuestro que está en los cielos". Éstas son las condiciones para ser auténticos pastores del anuncio y ser dignos de la misión que Dios, a través del Obispo, nos confía: testimoniar en el mundo que la luz del hombre es Cristo, el Cristo crucificado y triunfante en la Eucaristía, única certeza de salvación. "En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres" (Jn. 1, 4).

El desierto florecerá

El Señor ha prometido al Obispo que llegaría la victoria y esto se ha realizado. Por ahora, el Obispo ha triunfado espiritualmente, pero llegará también la victoria humana, con su definitivo reconocimiento: "Habrá en la tierra abundancia de trigo, en la cima de los montes ondeará como el Líbano al despertar sus frutos y sus flores, como la hierba de la tierra" (Sal. 72, 16).

Esta vigilia quiere ser también un agradecimiento a nuestro Obispo, si hoy, incluso con nuestros límites, hemos crecido en el amor y en el conocimiento de Jesús, lo debemos a este hijo Suyo predilecto. Y todos nosotros podemos decir con certeza: "El Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a los manantiales de las aguas de la vida. Y Dios enjuagará toda lágrima de sus ojos" (Ap. 7, 17)