Eucharist Miracle Eucharist Miracles

Texto de la Adoración Eucarística del 25 Noviembre 2012

Fiesta de Cristo Rey
Recuerdo del milagro eucarístico del 26 noviembre 1995

Cristo ha querido, le ha gustado definirse a sí mismo, muchas veces, un Rey sin corona. Le hemos oído decir por él mismo, a través de las cartas de Dios, en diferentes ocasiones: "Soy vuestro Jesús, Cristo Rey. Soy Rey, pero sin corona. Yo soy Rey, no porque lleve esta corona en la cabeza, sino porque soy vuestro Mesías, vuestro dulce Maestro y Redentor. He llevado la corona de espinas, he sangrado por todas partes y después he subido al Padre, que me ha proclamado Cristo Rey. Yo no me he querido poner la corona, he tratado por todos los medios de dar mi corazón. Para mí es mucho más importante quitarme la corona y dar mi corazón a todos".

La única corona que él ha llevado, que ha querido para sí es la de espinas. Ha querido esta corona, la que los hombres le impusieron para humillarlo, sin comprender que de aquella humillación saldría nuestra salvación. El que Dios proclamó Rey, fue Rey en la pobreza, Rey en el amor, Rey en la humillación, en la verdad y en la sencillez. Con el conocimiento de Su Palabra, con la invitación a acogerla y vivirla en nuestro corazón, siempre, cotidianamente, Él nos da la posibilidad de acceder a Su Reino ya en parte en esta Tierra, un reino que brilla en el alma, que da la paz. El reino del cual Cristo es Rey, lo ha dicho él mismo, no es de esta Tierra (Jn. 18-36), pero Su Realeza se extiende a partir del cielo y llega a todos los que están unidos a él. Reconocer a Cristo como Rey quiere decir ponerse en la condición humilde de súbdito, pero no en el concepto terreno del término, nosotros estamos unidos a él y lo reconocemos como Rey cada vez que aceptamos Sus mandamientos, cada vez que hacemos Su voluntad. Muchas veces hemos escuchado las palabras: "Soy Rey, pero sin corona"; quizás no hemos reflexionado nunca demasiado sobres estas palabras. Cristo quitándose la corona no renuncia a su propia realeza, de hecho no dice que no sea Rey, dice que es Rey sin corona. El acto de renunciar a la corona tiene que ser visto como el gesto de un rey que baja de su propio trono, se despoja de su posición de sujeto de adoración, al que tiene derecho, y se acerca a sus súbditos para escucharlos, para ayudarlos, para sostenerlos, para amarlos. El Rey de reyes, Dios Hijo, el Cristo de Dios escoge hábitos humildes para caminar en medio de su pueblo y no se los ha quitado cuando ha subido al Padre hace dos mil años, pero lo ha mantenido bajo las especies eucarísticas para no dejarnos nunca solos. ¿Qué rey de la Tierra está tan cercano a su pueblo que de su propia vida y pueda dar su cuerpo como alimento para salvarlo? El escrito que los romanos pusieron en la cruz tenía que ser de burla y de desprecio, el manto rojo y la corona de espinas burla y humillación, pero sus ojos estaban cerrados y no reconocieron al único y verdadero Rey que no habrían encontrado nunca. Que rey habría aceptado un tratamiento semejante si no el Rey de amor. Tenemos que recordar siempre que sufrimiento y humillaciones aceptó Cristo para reabrir el Paraíso, para permitirnos a nosotros vivir en Su paz y entrar en Su Reino. Un rey que se pueda definir como tal es el que pone siempre en primer lugar el bienestar de su pueblo. Cristo ha pensado en su pueblo, ha querido librarlo de la esclavitud más atroz, la del pecado y lo ha hecho sacrificándose a sí mismo, ha querido derramar hasta la última gota de sangre de su sangre, ha bebido hasta el fondo el cáliz amargo del sufrimiento por amor de su pueblo. El Rey del cielo y de la Tierra se ha querido humillar hasta la muerte de cruz, para crucificar nuestros pecados y con Él hacernos resurgir a una nueva vida en Su Reino.


Salmo 95: Himno al Rey universal.

Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación; publicad su gloria entre las gentes, sus portentos entre todos los pueblos. Grande es el Señor y digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los otros pueblos no son nada, mientras que el Señor hizo los cielos; su presencia está llena de esplendor y majestad, y su santuario, de potencia y hermosura. Familias de los pueblos, rendid ante el Señor, rendid ante el Señor la gloria y el poder, rendid ante el Señor la gloria de su nombre, presentad vuestra ofrenda y entrad en sus atrios; adorad al Señor con ornamentos santos, temblad delante de él, oh tierra toda. Decid por las naciones: "El Señor es rey, él afianzó el mundo, y no se moverá; él juzga a los pueblos con justicia". Que se alegre el cielo y goce la tierra, que retumbe el mar y todo lo que encierra, que sonrían los campos con sus frutos, que griten de alegría los árboles del bosque delante del Señor, porque ya viene, porque viene para gobernar la tierra, para implantar en el mundo la justicia, y entre todos los pueblos la lealtad.


Mucho tiempo antes de que Cristo proclamase su realeza fue reconocida por los reyes Magos, en el momento de Su nacimiento, que vieron en aquel pequeño niño al Rey de los Judíos. Ellos creyeron enseguida cuando supieron sobre la venida del Mesías y ofrecieron al Dios Niño sus dones: oro, incienso y mirra. También nosotros hoy, Señor querríamos ofrecerte estos mismos dones.

El oro es un metal precioso que simboliza la realeza, con el que eran adorados y adornados los varios reinantes durante los siglos, es el metal que no se corrompe con el tiempo y puede ser representado por la caridad, única virtud teologal que permanecerá después de la muerte. Por tanto, hoy, Jesús Eucaristía y nuestro Cristo Rey, te ofrecemos nuestra caridad, es decir nuestro amor que tiene que crecer y consolidarse en nuestros corazones por Ti que Eras, que Eres y Serás por los siglos. Para nosotros es oro todo lo que has dado a la humanidad sirviéndote de un pequeño lugar que has hecho Taumatúrgico, en el cual han ocurrido los más importantes Milagros Eucarísticos en la historia de la Iglesia. Si sabemos llevar a la práctica todas las enseñanzas recibidas a través de las cartas de Dios, tendremos un tesoro de inestimable valor, un tesoro que custodiar celosamente y que podemos compartir y transmitir a nuestros hermanos.

El incienso es el símbolo de la divinidad con el que nosotros te reconocemos verdadero Dios y verdadero Hombre. El término hebreo "incienso" deriva del término "blanco" término que nos recuerda la vida inmaculada y sin pecado de Jesús en su doble función de Sumo Sacerdote y de Víctima. Es precisamente por esto que nosotros, tal y como el incienso se eleva hacia lo alto, queremos elevarnos hacia Ti a través de la oración. Te ofrecemos los sacrificios y los florilegios, que nos separan de los bienes terrenos, para poder convertirnos y llegar a la santidad que nos lleva a la verdadera unidad para superar la dificultad cotidiana, las incomprensiones, el carácter de individuos para que del "yo" se pueda pasar al "nosotros". El incienso representa también el empeño que tenemos que poner en planificar y construir el camino para la santidad, que cada uno de nosotros tiene que recorrer viviendo lo ordinario de manera extraordinaria.

La mirra es el símbolo de Cristo Rey, nuestro Redentor y de la gracia que nos ha sido dada de Su pasión, muerte y resurrección y que llega a nosotros a través de los sacramentos que se nos han otorgado para ayudarnos a vivir en gracia. La mirra desde los tiempos remotos fue usada como perfume y sustancia purificante. Es una hierba amarga y en su simbología, nos habla de los sufrimientos de Jesús, cuya vida entera se ha caracterizado por las persecuciones desde la más tierna infancia, por incomprensiones, traiciones, hasta su culminación con la muerte en cruz. Esa simboliza el alma, o lo que el hombre "extrae" de sus experiencias cotidianas, día tras día, de su empeño de cristiano dictado por reglas bien precisas y claras que te llevan a alcanzar aquellas alturas de las que habla el Evangelio con la oración, con la obediencia, con la fidelidad, con la humildad, con la sencillez, todo centrado en una vida basada sobre la lealtad a Dios y a nuestro prójimo.

Recordemos finalmente las palabras del Obispo que, hablando de los Magos, nos da una gran enseñanza: "Como los Magos cada uno de nosotros, individualmente y comunitariamente tenemos que afrontarlo todo cotidianamente con espíritu concorde y comunitario. Ellos no permitieron que diversidad, polémica y conflictos los separasen: permanecieron siempre unidos y solidarios; nadie pretendió imponerse a los demás; dialogaron entre ellos con respeto y sinceridad, para buscar siempre la mejor solución. Si no hubiera habido este espíritu de unidad no habrían llegado nunca juntos "a adorar al Rey de los judíos". Los Magos nos hacen, así, entender la importancia de estar unidos: sólo unido por el Amor se llega a Cristo. Si hay división no hay Amor, y si no hay Amor no hay Dios. Nadie se perderá si permanecemos unidos en el amor y en la verdad. Unidad, sin embargo, no significa uniformidad; se puede, de hecho, realizar la unidad de una diversidad sin mortificar la peculiaridad de nadie, pero exaltándole en un pluralismo armonioso que respete aquellos principios, que tenemos que defender con empeño personal. Pensemos, por ejemplo, en las notas musicales: estas son diferentes la una de la otra, pero si están bien dispuestas en el pentagrama dan vida a una armoniosa sinfonía. También los Magos discutieron entre ellos, seguramente, cuando se encontraron ante algún problema que resolver; pero la discusión se hacía con respeto recíproco; al final la conclusión se tomaba de manera unitaria. Por esto no se separaron; llegan juntos delante del Mesías; no perdieron ninguno de los dones que traían. Si también las familias, las comunidades eclesiales, religiosas y civiles quieren estar unidad, si quieren no perder ningún miembro, ningún valor, tienen que unirse en la oración de Jesús "Ut omnes unum sint"; tienen que estar circundados por el Amor, guiados por la verdad, sujetos por la gracia. (Tú eres Madre de la Eucaristía. Cap. IX)