Movimento Impegno e Testimonianza - Madre dell'Eucaristia

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Creo que cada uno de nosotros, reflexionando y meditando sobre la condición de su propio estado espiritual, no podrá dejar de reconocer lo mucho que su alma y como resultado, su comportamiento, están influenciados benéficamente por el encuentro con nuestro Obispo. Somos, es verdad, un grupo poco nutrido, más o menos, siempre los mismos, aferrados a este lugar taumatúrgico por la presencia enérgica y llena de verdad de S. E. Claudio Gatti; hemos sido acompañados y consolados paso a paso por su paternidad ora dulce e indulgente, ora intransigente dependiendo de los casos, pero siempre iluminadora para nuestras mentes y nuestros corazones, hemos aprendido a comprender su felicidad al ofrecernos su gran sabiduría teológica, pero también sus silencios, sus amonestaciones, su expresión molesta cuando algo no iba bien en la comunidad.
Hemos valorado sus interpretaciones de la Sagrada Escritura, homilías y encuentros bíblicos, con la sensación, más aún, con la certeza, de no haber aprendido nunca de los otros sacerdotes nada tan puntual, profundo y meditado; hemos tenido de él verdaderos y propios poemas, como los definía la Virgen, capaces de dar alma, vida e inmediatez confiriendo un salto de siglos a las avaras palabras del Evangelio o de la Biblia, presentadas por lo general con una tal aridez que no llegaban al alma ni desvelaban su significado más profundo o escondido; hemos sentido emociones de Cielo, transportados a lo alto por su extraordinario sentimiento y por su preparación teológica; hemos vivido verdaderamente instantes intensos de Paraíso, suspendidos a medias entre la realidad y lo sobrenatural, tanto es así que hemos salido de este lugar bendito de Dios reconociéndonos mal en aquella humanidad trastornada, enloquecida y sin sentido que nos salía al encuentro fuera de la verja, a la que, si solamente hubiésemos hablado de nuestro privilegio de haber tocado con la mano la verdad escondida en los entresijos de sus frases, quizás oídas mil veces en la Iglesia sin adecuada enseñanza, nos habrían recibido con total incomprensión.
Nuestro Obispo nos lo ha dado todo: amor, paciencia, humildad, esperanza continua, fe inquebrantable, pero ante todo su rigor y la profunda honestidad de sentimientos, de respuestas, de comportamiento: era riguroso sobre todo consigo mismo, nunca se ha dejado llevar por los compromisos, tendiendo como tendía hacia el Señor, escuchando Su voluntad para traducirla después en su vida de cada día; nunca ha fallado en este escrúpulo incluso excesivo, pero era su rectitud la que lo quería. Pocas personas he conocido en mi vida, capaces de conjugar la realidad y la verdad con tanta severidad, empezando por sí mismo, pero pretender o esperar lo mismo de los otros, creo que ha sido su tortura, su tensión más pesada y fatigosa al intentar arrastrar a la verdad a tantas almas recalcitrantes.
Se ha empleado siempre a fondo en todas las desaventuras con los otros sacerdotes, que lo han atormentado desde que en 1994 las apariciones de la Madre de la Eucaristía han sido publicas, empezando un camino accidentado, lleno de tribulaciones, obstaculizado por la ceguera de muchos, por la aversión de muchos otros, por las incomprensiones de la jerarquía eclesiástica, por las desilusiones y amarguras tenidas con cristianos, por palabras, ni siquiera leves ni sinceras, que han venido a este lugar y se han ido esparciendo calumnias e insinuaciones pérfidas incluso contra los milagros eucarísticos de los que habían sido testigos.
He conocido la personalidad recta y sin titubeos del Obispo en junio de 1995 y la he constatado después en el siguiente septiembre cuando ocurrió el primer milagro eucarístico: siempre atento a no ceder a las emociones del momento, también en las siguientes manifestaciones eucarísticas "quería", no deseaba, que todo ocurriese en el más profundo silencio para acoger con recogimiento al Señor y también allí hemos aprendido de él a considerar las hostias eucarísticas aparecidas de varias maneras, con la devoción debida a la recepción de dones excepcionales, de gracias extraordinarias de las que dar gracias al Señor, sin abandonarse a exclamaciones exteriores del todo superfluas y disonantes.
Cuando el 20 de junio fue ordenado Obispo por Dios, el impacto de los otros fue decisivamente negativo y muchas fueron las traiciones que le hicieron sufrir; yo misma estuve tan apesadumbrada que estuve mal durante más de dos meses durante las vacaciones de verano, pero me había acostumbrado demasiado bien a sus catequesis y no quería renunciar a ellas, al mismo tiempo me parecía estar fuera de la Iglesia. Recuerdo que al volver a Roma, incapaz de vivir en la fluctuación maléfica de dudas y ambigüedades, ¿será o no verdad?, la primera cosa que hice fue la de presentarme a él en confesión. Él, ya vestido de Obispo, me recibió con extrema humildad y me dijo en dos palabras sinceras que recordaré siempre: "He tenido que aceptar de Dios la ordenación episcopal, aun sabiendo a que riesgo me expondré por la incomprensión de todos: te dejo libre de decidir. Si quieres venir, serás bienvenida; en caso contrario no te censuraré". Mi elección de quedarme pertenece a aquel día y a la decisión de abandonarme a Dios.
Las batallas con la jerarquía eclesiástica continuaron, cada vez más duras y difíciles; nuestro Obispo, impávido, un verdadero guerrero fuerte y generoso, ha resistido a todos los terremotos y a los golpes de Satanás con la sola arma de la verdad y de la obediencia a Dios. No ha habido un día de paz y cuando me entregó para que lo corrigiera, el libro de su vida con Marisa y de la misión especial de las que estas dos almas han sido investidas, he podido adentrarme aún más en su existencia extraordinariamente límpida, cristalina, con la alegría de tocar la verdad a la que también yo soy tan devota.
Eh aquí el primer Don Claudio, eh ahí el Obispo ordenado por Dios, eh ahí el Obispo de la Eucaristía: una figura de altísimo espesor cristiano, teológico y humano, un fúlgido ejemplo para todos nosotros que hemos sido conquistados por su carisma y por su estilo de vida, al que debemos la enseñanza magistral de las cosas de Dios y la obediencia total a Su voluntad.
Hoy nos sentimos huérfanos, aturdidos y sin amarras, como los discípulos de Jesús al día siguiente de Su muerte en Cruz. Él muerto por amor, el Obispo muere en Getsemaní por obediencia a Él; ellos, los Apóstoles, incapaces de entender el significado de tanto dolor y sufrimiento, nosotros incapaces de comprender un martirio a dos que ha durado 38 años, cada vez más pesado y terrible, mientras estábamos a la espera, más bien, de otra cosa, del cumplimiento de los designios de Dios.
Como el Obispo, inclinamos la cabeza y ofrecemos nuestra obediencia a Su voluntad, sabiendo sin embargo que tenemos sobre los discípulos de Jesús, una gran ventaja: todas las grabaciones de los encuentros, de las homilías, de las Santas Misas de nuestro Obispo que serán piedras angulares en nuestra vida.
Lejos de nosotros la desconfianza, el desánimo, la desilusión, como ayer nos exhortó en su homilía Don Ernesto: no conocemos todavía la voluntad de Dios sobre nuestro grupo, pero es cierto que continuaremos rezando, releyendo los mensajes de la gran Maestra, la Madre de la Eucaristía, para sacar de tan considerable material, la enseñanza viva para nuestro espíritu y nuestro deseo es ser verdaderos cristianos como él, nuestro Obispo, ha deseado al instruirnos y prepararnos.